miércoles, 24 de noviembre de 2010

Recuerdos

La soledad y las arrugas eran ya sus únicas compañeras. 87 años atrás, nadie lo habría predicho. Ahora, en pleno invierno, el penúltimo de los habitantes del marchito pueblo había fallecido. Sólo él, como una moribunda vela, ya sin cera ni mecha, permanecía en el lugar. Una vida que se extinguía, una existencia que se hacía amarga y pesada.

Áridos los días, transcurrían sin razón para un hombre cuya mente vagaba lejana. Sin familiares, sin amigos. Ni siquiera el viejo mastín había resistido el paso del tiempo. Asfixiantes, las calles le recordaban a diario que sólo sus pies pisarían sus adoquines mellados. Si se apostaba a escuchar con detenimiento, el silencio amenazaba con dejarlo sordo. ¿Por qué él? ¿Qué había hecho mal? ¿Cuál era el motivo de tal castigo? ¿Acaso no merecía partir de una puñetera vez? Los olivos, visión centenaria de un pasado hermoso y de horizontes esperanzadores, se retorcían secos y ásperos. Como el pueblo. Como él.

¿El suicidio? Para qué, no merecía la pena. Maldita parca, se estaba demorando demasiado.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Huggally

Llueve. Y hace frío. Como un enorme y jodido congelador donde el viento sopla hasta descarnarte vivo. La noche será larga.

Equipo, ajustado. Hora, 2.30 am. Tiempo estimado, 1 hora y 15 minutos. Con qué ganas me tomaría un vaso de leche con galletas.

El mapa indica una posición dudosa, los de Inteligencia son cada vez más imbéciles. Mi sobrina de 12 años diseñaría misiones con mayor precisión. Desde luego sus elefantes coloreados parecen elefantes coloreados. Esta cartografía recuerda más a una mancha de aceite sobre un charco de agua sucia. Habrá que ganarse el sueldo.

El punto crítico se encuentra a 3 km desde mis coordenadas. La última vez que anduve por aquí descubrí que los osos no siempre son de peluche. Me gustaría tener la fiesta en paz. Camino de manera penosa y lamentable. Me debí de dejar la dignidad en casa mientras cagaba mi orgullo y tiraba de la cadena. No he nacido para esto. O sí.

Transcurren 27 minutos. He llegado. Desde aquí debería ver a mi objetivo. Yo no veo nada. Me he adelantado 4 minutos. Una sonrisa de chiquillo adorna fugazmente mi cara. El frío se encarga de entumecerla. 16ºC bajo cero. Rachas de 70 km/h. Joder.

Monto el tinglado. No tengo tacto. Me lleva casi media hora. Normalmente tardo 5 minutos. Algo se acerca. Me preparo. No debo pensar, no me pagan para ello. Mejor. Son dos. Apunto, de alguna forma, por decir algo. 3, 2, 1. Disparo, 2 veces. La cabeza perforante T.U.W. 3 "Bonebreaker" tiene el tamaño de una botella de cerveza. Es de titanio. Me encanta.

Recojo mis bártulos. Todo ha salido a pedir de boca. Me esperan mis galletas y mi leche. Algo aún más frío que el hielo alcanza mi nuca. Durante medio segundo, un calor indescriptible. Mierda.

jueves, 18 de noviembre de 2010

El inicio

Titubeante, avanzó. El angosto pasillo, pobremente iluminado, sugería ambiguas formas que dejaban volar la imaginación hacia parajes insospechados. Vitrinas conteniendo los más diversos muestrarios y estantes cargados con libros y legajos, escritos y artilugios varios, ocultaban las paredes en un caos que presagiaba orden. Al fondo, una puerta con una inscripción ilegible.

El laboratorio representaba todo cuanto el profesor amaba, necesitaba y odiaba. Su existencia entera giraba en torno a una morada que acabaría siendo su tumba. El conocimiento por el conocimiento. Tantear lo desconocido, ver allí donde los demás retiraron su mirada. Osar aprender y experimentar desproveyéndose del pesado velo de la ética y la moral.

Una estancia mortecina, anexa a la principal, conformaba una suerte de dormitorio. Algo parecido a un catre insinuaba un uso entre esporádico y nulo. Una fina capa de sedimento tapizaba los pocos enseres apreciables. Un gato dormitaba arrebujado en unas prendas desperdigadas por el suelo, como un grifo custodiando algún tesoro, oculto, salvo al ojo experto. Sobre una mesita, unos cuadernos y una foto casi borrada. Parecía haber sido observada en demasiadas ocasiones...

viernes, 12 de noviembre de 2010

Las calles oscurecen al atardecer

- Entonces... ¿lo hiciste?

- Sí.

- Y... ¿no te tembló el pulso? ¿Así, sin más?

- Bueno, así, sin más, tampoco. Pero no resultó tan complicado. Sólo hay que echarle ganas.

- Vaya... no lo esperaba... es decir, había oído que la primera vez cuesta un poco, uno se pone nervioso, ve las cosas de otro modo. Ya sabes, el pánico del primerizo.

- Sí, y en realidad algo de eso hubo, no creas. Estás ahí, con la mente fija y concentrada... las imágenes se suceden, es fácil que un pensamiento turbe tu mente. Uno, o más de uno... De todos modos, si se actúa con decisión... Dicen que después sólo es uno más, que se recuerda hasta con cariño.

- Es curioso, en una ocasión me contaron una historia parecida. En fin... se me hace tarde.

- Cierto, va siendo hora de cerrar el chiringuito. Ahora vuelvo, voy al cuarto de contadores. ¿Sabes?, creo que hay una o dos ratas por aquí, me entran escalofríos sólo de pensarlo...

- Son bichos repugnantes. Me marcho, disfruta de tus ratas.

- Lo haré, saluda a Moira de mi parte. ¿Sigue haciendo esos pasteles de cereza tan deliciosos?


Se levantó de la silla y la colocó suavemente contra la mesa. Recogió los naipes y los guardó cuidadosamente en el bolsillo derecho de su chaqueta. Avanzó unos pasos y alcanzó el sombrero del perchero junto a la ventana. Siempre le había gustado la imagen que proyectaba con él puesto, la parafernalia que entrañaba quitárselo y ponérselo, todo aquello que lo rodeaba. Una cabeza sin sombrero era como un una mujer que gustaba de enseñar sus virtudes, muy poco elegante. Eso pensaba.

Salió del edificio. Al cabo de un par de minutos se detuvo. Sacó una pipa con la cazoleta aún caliente. Un fósforo fue suficiente para reavivar el fuego. En su bolsillo izquierdo, el Apocalipsis. A sus espaldas, el Infierno. No miró hacia atrás, no hacía falta.

Había olvidado su primera vez.