viernes, 5 de octubre de 2007

Adios al Boss

Noveno mes del año 2007 de Nuestro Señor, en un día sin determinar: me entero por casualidad de que Springsteen publicará nuevo disco a principios de octubre y que, lo que es mucho más emocionante, se viene de gira el jovenzuelo. No quepo en mí de gozo. Que saque un disco nuevo no deja de ser curioso; que lo haga acompañado de ese grupejo de músicos llamado E-Street Band, lo empieza a tornar interesante. Pero qué narices, a mí me gustan sus clásicos. Si uno va a un concierto de alguien cuya carrera comenzó hace tres décadas no son sus últimas y siempre más olvidables canciones lo que espera entre sudores fríos y sueños húmedos. Más bien no. Así que lo dicho, a mi el disco nuevo me venía a importar un comino.

No tardé mucho en empezar a hacer cábalas sobre cómo apañarme para ir a comprar las entradas, movilizar a posibles acompañantes (sólo el bueno del Droide mostró lo que podría calificarse como entusiasmo) y a mendigar un cambio de turno en el curro para el 25 de noviembre, que era la tan ansiada fecha en que iluminaría nuestra respetable ciudad con aquello que mejor sabe hacer: música, sin aditivos, sin experimentos, pura y buena música; que nadie se lleve a engaño, un concierto del Boss no te nubla los sentidos con bonitos efectos visuales ni con alguna majadería circense diseñada para rellenar. El único concierto suyo al que he tenido el inmenso placer de asistir consistió en 3 horas y 15 minutos de música sin pausa, más de 25 canciones que recorrieron su trayectoria y, que de paso, me dejaron, en mi por entonces tierno rostro, una sonrisa impresa de oreja a oreja y unos ojos lacrimosos de felicidad. Lo que se meta para aguantar semejante tirón, no es asunto mío.

Al tema. Eso fue hace 5 años, demasiado. Hablo con Jorge y decidimos quedar el 2 de octubre, día elegido para sacar a la venta las entradas para el único concierto de Madrid, en el Palacio de los Deportes. Tras una breve negociación logra que acceda a estar en la puerta de la Fnac de Callao a las 7.30. Sí, claro, de la mañana. Llegamos a las 8.00. La idea original era comprar las entradas de Springsteen, junto con las de Knopfler, Tesla y Dokken (que Tesla venga a España merece otro capítulo aparte). Según me voy acercando observo con cierta suspicacia que no hay cola. Ni una sola alma esperando. Arqueo las cejas y frunzo el ceño, en fin, quizás somos demasiado colgados. De hecho estoy pensando en darle un toque al droide para echarme unas risas y decirle que allí no cabe ni Dios. En ese momento es él quien tiene a bien dar señales de existencia: la cola está al otro lado.

Según llego me siento en el suelo, quedan, según nuestras previsiones, 2 horas para que abran las taquillas. Pues nada, a esperar. Joder, qué frío está el suelo. Jorge saca un portátil y se pone a currar, puto loco. Yo miro de reojo lo que hace pero no entiendo ni papa. El buen ingeniero se esfuerza por explicarme de qué trata su proyecto: yo asiento, no sin interés, pero sin comprender una mierda, y así es como se lo digo. Él, contrariado por mi comportamiento, sigue a lo suyo. Los minutos pasan y el fresquete empieza a recorrerme la espalda. Y la mierda de cola no se mueve. Nada.

Se acercan las 10.00 sin mayor novedad. Tan sólo algún disidente cuya paciencia ha tocado fondo demasiado pronto, y que por cierto aún no es consciente de lo acertado de su decisión. La gente empieza a impacientarse porque allí no hay ningún tipo de actividad. Finalmente no ha llovido, así que el friki que había venido conmigo a comprar las entradas toma la determinación de irse a currar. Afloja la cartera y me saca un fajo de billetes que supera mi sueldo. Tengo que comprar no sé cuántas entradas para no sé cuántos conciertos. Sólo sé que llevo como 600 mareantes euros encima. Ello me lleva a ciertos pensamientos que intento por todos los medios apartar de mi perturbada cabecita. Debo mantenerme firme y quedarme en la cola, que eso es para lo que he venido. Poco a poco la gente comienza a ser presa de cierta desesperación. Y remarco lo de cierta, porque lo que llama la atención es la tranquilidad con que la muchedumbre está encajando esta insoportable calma.

Hacia las 11.00 comienzan a llegar rumores, rumores que inundan la ya cargada atmósfera: se están empezando a agotar las entradas para un sector del pabellón. Esto es de coña. A ver, si aquí no se ha vendido ni un regaliz, por qué coño hay entradas agotadas. Son ya las 11.30. Decido personarme yo mismo en la taquilla de la Fnac, donde hay un tipo con aspiraciones a algo que parece ser el encargado de suministrar información. A mi inocente pregunta de "¿cuándo coño van a empezar a vender las entradas?", él me mira con cierto aire de despreocupación y con un tono que en ese momento me pareció hasta impertinente, no se le ocurre otra cosa que responder que "no, si ya se están vendiendo". Mi cara, que debió de mostrar cierto cambio cromático, no sé si hacia el rojo ira o hacia un blanco pálido de incredulidad, fue fiel reflejo de lo que estaba a punto de escuchar: las entradas no llegarían a la esquina. La cantidad de personas que había hasta "la esquina" no debía de superar el abrumador número de... 15.

Así que, airada y frustradamente, me di media vuelta y me largué echando pestes. Tras comentarlo con algunos coleguillas que inevitablemente haces en esas situaciones, me apresuré a decidir no cabrearme por haber desperdiciado una mañana por culpa del puto servicio de venta de entradas y la malnacida Fnac (sólo lograron vender 40 antes de que se agotasen); si lo sé, llego a ir al Carrefour donde, sin tanto glamour, sí se produjo tal venta.

En fin, me quedo sin ver al Boss, otra vez será, supongo. 75 eurazos que estaba dispuesto a pagar por una noche mágica. Ahora que lo pienso, quizás hasta me alegro de no ir. O quizás no...