La soledad y las arrugas eran ya sus únicas compañeras. 87 años atrás, nadie lo habría predicho. Ahora, en pleno invierno, el penúltimo de los habitantes del marchito pueblo había fallecido. Sólo él, como una moribunda vela, ya sin cera ni mecha, permanecía en el lugar. Una vida que se extinguía, una existencia que se hacía amarga y pesada.
Áridos los días, transcurrían sin razón para un hombre cuya mente vagaba lejana. Sin familiares, sin amigos. Ni siquiera el viejo mastín había resistido el paso del tiempo. Asfixiantes, las calles le recordaban a diario que sólo sus pies pisarían sus adoquines mellados. Si se apostaba a escuchar con detenimiento, el silencio amenazaba con dejarlo sordo. ¿Por qué él? ¿Qué había hecho mal? ¿Cuál era el motivo de tal castigo? ¿Acaso no merecía partir de una puñetera vez? Los olivos, visión centenaria de un pasado hermoso y de horizontes esperanzadores, se retorcían secos y ásperos. Como el pueblo. Como él.
¿El suicidio? Para qué, no merecía la pena. Maldita parca, se estaba demorando demasiado.