La roca emergía como una espina envenenada y retorcida rasgando el océano, sus aguas enfermas azotando con la ira del que sabe que va a morir y desea hacerlo matando, recortando el horizonte hasta herir los cielos y los vientos. Una necrosis palpitante y pétrea que algunos locos osaban llamar isla.
Aquel promontorio miserable, de lóbrega imagen y oscuro recuerdo, tan hondo como el mar que en vano se debatía a su alrededor, mostraba la cara más macabra de la creación.
El amanecer, lluvioso, gris, como una nube de plomo hirviendo sobre la faz abismal, no hacía sino encoger el corazón y atormentar el espíritu incluso del más aguerrido marinero que las aguas surcase.
A 4 millas, varados, descansaban, si este término es de algún modo preciso, los restos podridos y machacados de algún pecio, junto a su desgraciada tripulación, quizás ya devorada como carroña. El océano no desperdicia nada. Nunca.
-Hemos llegado. Maldita sea, hemos llegado.
El marinero asintió, pesada y dolorosamente, acompañando el movimiento con una mirada opaca, vacía y desenfocada. Los dioses, si es que existen, asistirían morbosos sin dudarlo a semejante escena, el alma del hombre ahogada por la melancolía más atroz, encadenada a unos grilletes que la voluntad era incapaz de quebrar.
-Prepara el bote.
Cual fantasma, como una sombra sin consciencia, se deslizó no obstante con precisión abrumadora, equilibrando el movimiento del fuerte oleaje, que amenazaba zozobra, para llevar a cabo la orden. A popa, atenazadas, dos figuras se debatían entre la locura y el último hilo de cordura a que asirse pudieran. Un perro aullaba. Junto a ellos, un cuerpo yacía, en su mano, una hoja oxidada bañada de rojo. La sangre, mezclada con salitre, parecía hacer sonreir a la cima de aquel pútrido islote...
Aquel promontorio miserable, de lóbrega imagen y oscuro recuerdo, tan hondo como el mar que en vano se debatía a su alrededor, mostraba la cara más macabra de la creación.
El amanecer, lluvioso, gris, como una nube de plomo hirviendo sobre la faz abismal, no hacía sino encoger el corazón y atormentar el espíritu incluso del más aguerrido marinero que las aguas surcase.
A 4 millas, varados, descansaban, si este término es de algún modo preciso, los restos podridos y machacados de algún pecio, junto a su desgraciada tripulación, quizás ya devorada como carroña. El océano no desperdicia nada. Nunca.
-Hemos llegado. Maldita sea, hemos llegado.
El marinero asintió, pesada y dolorosamente, acompañando el movimiento con una mirada opaca, vacía y desenfocada. Los dioses, si es que existen, asistirían morbosos sin dudarlo a semejante escena, el alma del hombre ahogada por la melancolía más atroz, encadenada a unos grilletes que la voluntad era incapaz de quebrar.
-Prepara el bote.
Cual fantasma, como una sombra sin consciencia, se deslizó no obstante con precisión abrumadora, equilibrando el movimiento del fuerte oleaje, que amenazaba zozobra, para llevar a cabo la orden. A popa, atenazadas, dos figuras se debatían entre la locura y el último hilo de cordura a que asirse pudieran. Un perro aullaba. Junto a ellos, un cuerpo yacía, en su mano, una hoja oxidada bañada de rojo. La sangre, mezclada con salitre, parecía hacer sonreir a la cima de aquel pútrido islote...